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Foto del escritorGonzalo Visedo

¿Qué hiciste en la guerra, papi?

Actualizado: 2 dic 2021

“Si me tienes y me cuidas, confía en mí. Si me tienes y no me cuidas, pobre de ti”

(Viejo lema de la bandera paracaidista, en referencia al paracaídas)


Si hay un recuerdo que tengo de mi padre era el canturreo permanente con el que iba por la vida. Una forma musical de susurrar que llegaba a través del pasillo, mientras yo seguía en la cama, apurando para levantarme y acudir a la tortura del colegio. La tonadilla de una melodía indeterminada que jamás fui capaz de reconocer, pero que contrastaba con una persona bastante recia, dándole así cierto aire jovial al comportamiento castrense con el que fue por la vida. Un canturreo que siempre le acompañó, incluso en los momentos más tensos de su existencia, aquellos en los que sabía por su oficio que instantes después seguramente podría estar muerto. Una musiquilla interna que imagino musitaba para templar los nervios dentro de las atronadoras entrañas de los vetustos Junkers Ju 52 desde los que se lanzaban en paracaídas sobre las arenas del desierto, allá en el Sidi-Ifni, en aquella guerra que nadie recuerda y que a la mayoría ni les suena que existió alguna vez.

Por suerte para todos, pero en especial para mí que ahora tecleo estas líneas, ninguna bala furtiva se cruzó en su camino. Sobrevivió a los casi dos años de campaña en el desierto, más tarde a la malaria y a las revueltas tribales en los ocho años destinados en el África profunda (Guinea Ecuatorial), junto con el resto de mi familia (yo llegué más tarde), y tiempo después, ya en la Transición, cuando yo era un niño, a los años del plomo de los iluminados de la txapela. Imagino que en todos esos momentos en que vio acercarse al tipo de la guadaña, seguía acompañándose de esa cantarina melodía que gustaba de susurrar como si de esa manera tratase de despreocuparse de lo que le rodeaba, aunque éste fuera el mismísimo infierno. Sobrevivió a todo aquello: desiertos, selvas y años convulsos, para luego ser traicionado por el que fue su otro acompañante en la vida desde que era niño: el tabaco. Fue éste quien al final se lo llevó por delante, de una manera más lenta y cruel, toda una historia de pasión y vicio, que acabó mal. No, no fue una bala perdida en una guerra lejana, ni en un desierto perdido, ni en una calle acuartelada, sino un cigarro de más en una vida al límite.


Nunca tuve con mi padre una conversación lo suficientemente larga como para decir que sus palabras, o su forma de ver la existencia, pudieran influenciarme. Ya han pasado muchos años desde que se fue y queda como un recuerdo lejano. Era distante en su presencia, escueto en sus palabras y estoico en sus maneras, como todos esos militares de épocas pretéritas que debían demostrar coherencia con su oficio, su época y un machismo exacerbado que llevaban tatuado en su ADN. Nunca tuve grandes enfrentamientos con él, ni grandes discusiones, ni grandes problemas, quizás porque siempre le tuve demasiado respeto, incluso cierto miedo a un físico bastante apabullante. Era alguien que imponía nada más verle, supongo que es algo normal cuando uno se topa con un paracaidista que se jugó el cuello saltando casi medio millar de veces al vacío. Nunca fue duro conmigo, pero tampoco cariñoso, si bien los hombres de aquellos tiempos eran reacios a mostrar sus sentimientos en público, quizás por ello me cuesta a mí también mostrarlos. Su mayor obsesión era que terminase mis estudios, y eso hice: aprobar el colegio y luego una carrera, aunque ésta me importase más bien poco. Fui lo suficientemente cobarde para no atreverme a decirle a la cara que deseaba hacer cine, así que cuando le dije los estudios que quería hacer, lo adornaba con eufemismos del tipo Imagen y sonido, o cuando empecé a trabajar, le explicaba que eran tareas de  producción, el caso es que pareciese algo serio y con futuro. La palabra “creación” o “artista” nunca se mencionó delante de él. De hecho, ese paso (hacer cine) lo di cuando él ya no estaba para replicar.


Tampoco fui capaz de tener una conversación seria con él, salvo los temas típicos relacionados con los estudios. Nunca le pregunté por sus cosas, por su vida, por los trances por los que debió pasar. El único diálogo que fuimos capaces de mantener era sobre fútbol, cuando veíamos un partido del Real Madrid en la televisión, y siempre eran frases sueltas, apenas poco más. Tampoco fui capaz de darle a leer nada de lo que escribía ya por aquellos tiempos, quizás por vergüenza ajena, porque seguramente pensaría que era una pérdida de tiempo, pero también por miedo a defraudar, a que no le gustase, a que pareciese demasiado cursi lo que iba a leer, pero, sobre todo, porque no me tomase en serio. Por eso lo sentí siempre como alguien lejano, como el progenitor que permitió mi entrada a esa extraña partida que es la vida, pero poco más.


Acabo de terminar de leer el último libro de David Torres (el autor de la excepcional “Niños de tiza”, la novela que trato de llevar al cine) que se llama “Todos los buenos soldados”, donde David, a través del  género negro y de un personaje como Gila, cuenta la visita de éste último a las tropas españolas en la Nochevieja de 1957, durante la campaña de Sidi-Ifni. Aunque obviamente es novela, y se nos narra una serie de crímenes ficticios ocurridos en la antigua colonia española, todo transcurre en un contexto histórico real que enseguida me resultó familiar, incluso alguna de las historias del libro me sonaban haberlas escuchado en boca de mi padre. También él estuvo esa Nochevieja entre los asistentes al show de Gila, algo de lo que me hubiera gustado ser testigo, como si pudiera viajar en una máquina del tiempo y verle allá: ¿Se reiría con el humor surrealista y ácido del cómico madrileño al que fusilaron mal en la Guerra Civil y que, además, luchó en el bando opuesto al de las ideas de mi padre? ¿Captaría que, tras esas llamadas al enemigo para contar que habían mandado a un espía vestido de lagarterana, había una crítica mordaz a las guerras y al estamento militar? Imagino que mi padre era consciente de los orígenes ideológicos de Gila, pero me suena que siempre se reía cuando lo veía actuar en los programas especiales que hacía Televisión Española en Nochevieja. Y es que seguramente importaba poco que Gila fuera un republicano convencido que siempre actuaba con una camisa roja. Aquella noche lejana, en el culo del mundo, un cómico fue a actuar frente a un puñado de soldados de los que nadie se acordaba. Quizás sólo por eso siempre se reía con Gila, como todos aquellos paracaidistas que le vieron actuar en el desierto, como si fuera una forma de agradecer aquella cortesía.


Si hay algo que recuerdo de mi padre, con cuyas ideas nunca tuve nada que ver, era su integridad a la hora de afrontar la vida. De hecho, pese a mi distanciamiento con él, creo que era un tipo justo cuando juzgaba las cosas y a las personas. Un tipo muy serio que no se dejaba llevar por el amiguismo o las influencias, algo tan español, algo que siempre nos ha llevado a la ruina. Hay una anécdota que mi madre me contó sobre su forma de ser. Aquella Nochevieja del año 57 también actuó Carmen Sevilla frente a los soldados. Al parecer, el que luego sería su segundo marido, se presentó años antes como voluntario a los paracaidistas. Era lo que se conoce como un niño bien, cuyo padre era dueño de varios cines de la Gran Vía. Mi padre era teniente por aquella época, y tuvo bajo su mando al que sería futuro marido de la cantante y actriz. Parece ser que para intentar complacerle, el joven recluta siempre que podía le ofrecía entradas gratis para las salas de la Gran Vía. Creo que las veces que lo intentó, siempre obtuvo la misma  respuesta: dar vueltas al patio de armas. Años después, al parecer se encontraron con él, ya bien colocado en la sociedad madrileña, pero no olvidaba a ese teniente con bigotito que le castigaba cada vez que le ofrecía lo que él entendía como una pequeña cortesía para quedar bien. Supongo que cualquier otro en sus cabales hubiera aceptado esas entradas (empezando por mí, claro) con las que presumir ante su señora y luego llevarla a cenar por la Gran Vía, pero mi padre para esas cosas siempre fue alguien bastante raro, además de terco.


Cuando era niño, en el colegio de curas, cursando 4º de EGB, es decir yo debía tener unos 9 ó 10 años, pasó un incidente que también define el carácter de mi padre, aunque fui el damnificado de lo que voy a narrar. El profesor que tenía en ese curso era un gordo con bastante mala leche, de los que el concepto “la letra con sangre entra” lo llevaba muy a rajatabla. Un día, estando yo con un catarro de cuidado, no pude evitar estornudar en medio de la clase. Entonces saqué mi pañuelo (no existían los kleenex) para sonarme, mientras el profesor explicaba en el encerado no sé muy bien qué. Una vez me soné, cuando estaba doblando el pañuelo bajo el pupitre, sentí por sorpresa un golpe tremendo en mi cara que me derribó de la silla, saliendo al mismo tiempo disparadas mis gafas. Fue la hostia más monumental, a la par que humillante, que me han dado en mi vida, y la más absurda también, porque creo que me he merecido otras en mi devenir existencial, pero aquella precisamente, era un poco exagerada. Imagino que el tipo pensó que yo estaba manipulando otra cosa bajo el pupitre, en lugar de un pañuelo cargado de mocos, pero no era de los que preguntaba primero, sino más bien lo contrario: reparto cera y luego ya veré si pregunto.


Me incorporé de nuevo al pupitre y traté de prestar atención, eso sí, rojo como un tomate por la humillación.  Creo que el catarro se me curó de inmediato con el paracetamol vía hostial. Pasados unos días, un cura fue a buscarme y me llevó a dar una vuelta por el patio. Yo, como siempre, estaba acojonado ya que mi objetivo en aquellos tiempos era pasar desapercibido, ser transparente tanto ante todos, que nadie se fijara en mis gafas, en mis orejas y en mi timidez congénita. El cura me contó que se habían enterado del incidente de la bofetada que me dio el profesor. Yo no acababa de entender nada porque no se lo había dicho a nadie, y por dentro me provocaba cierta hilaridad interna escuchar al cura decir que en ese colegio no se pegaba a nadie, cuando alguno de los curas ensotanados era conocido por las hostias (sin consagrar) que repartía a mano abierta a todo el que osara llegar tarde a clase. Luego el seguidor de Leonardo Boff (creo que luego dejó la sotana y se casó con la madre de un alumno, esas cosas del amor), siempre con una voz aflautada, me contó que había ocurrido un incidente muy desagradable en el comedor entre el profesor y mi padre. Fue entonces cuando las alarmas sonaron en mi interior y el corazón me dio un vuelco. ¿Qué habría ocurrido? ¿Cómo pudo enterarse mi padre?


Luego me enteré, como siempre por mi madre, que los padres de un compañero habían llamado a mi casa contando lo de la hostia por sonarme los mocos. Fue entonces cuando imaginé a mi padre canturreando camino del colegio, preguntando con educación por el profesor de 4ºD ; probablemente le dirían que a esas horas estaría en el comedor, así que buscaría el lugar, caminaría entre las mesas hasta localizar la de los profesores, diría en alto el nombre del docente en cuestión, éste respondería afirmativamente, extrañado y, probablemente, molesto porque perturbasen su hora de comida, pero apenas tendría tiempo de pensarlo mucho porque sentiría que dos manazas le agarraban de la pechera, para, a continuación, estrellarle contra la pared, y con una voz cavernosa, debido al exceso de tabaco desde la más tierna infancia, escuchar que alguien le decía a la cara: “¡la próxima vez que pegues a mi hijo, te meto tres tiros con la reglamentaria!”.


Dicen que el profesor necesitó bastante rato para recuperarse, sus compañeros le dieron aire para quitarse el susto que le dio una especie de armario empotrado que había entrado al comedor para hacerle unas observaciones sobre eso de pegar hostias a niños de 9 años por el mero hecho de estornudar. Lo cierto es que después del incidente, el ladino profesor de 4ºD de la EGB tomó una medida que puso en peligro mi natural camuflaje entre el resto de alumnos. Cuando la clase se portaba mal, siempre nos castigaba durante una hora a todos de pie con el libro de texto para repasar la lección. Después de la amenaza de mi padre, siguió haciendo lo mismo, sólo que a mí me dejaba sentado. Consecuencias de todo esto: empecé a tener problemas en el patio. Así es la ley del colegio, muy parecida a la de la cárcel: hay que pasar desapercibido porque si llamas la atención por algo… mal asunto. Empezó a correr como la pólvora que yo era un enchufado tras el incidente del comedor. Empecé a notar que me hacían el vacío cada vez que llegaba a un sitio, además de las cosas que decían a mis espaldas. Mi padre quiso tomarse la justicia por su cuenta, pero al final la bala salió rebotada. El profesor parecía intuir que con esa táctica se vengaba de la humillación que sufrió en el comedor. Así que un día, harto de la situación, mientras mis compañeros estaban de pie repasando la lección, y sentía las miradas de odio en mi cogote, por una vez en mi vida me armé de valor, me  levanté del pupitre y me acerqué al maestro pasado de kilos para decirle: “Perdone, ¿podría castigarme como a todo el mundo?”


Creo que el tipo se quedó sin argumentos, así que no le quedó más remedio que a castigarme con el resto de la clase. Por fin volví a ser transparente, a pasar desapercibido entre todos, a que los años en el colegio pasaran lo más rápido posible sin que nadie se fijase en que yo pasaba por ahí. En cuanto a mi padre, la verdad es que nunca le conté nada de lo que ocurrido después del incidente, ni de los castigos generales en lo que yo era una excepción, no quería más ruido alrededor mío. Al parecer, años después, cuando el gordo veía a mi padre en las reuniones conjuntas que organizaba el colegio, se acercaba a él siendo todo amabilidad, acompañado de sonrisas y saludos, incluso atreviéndose a pedir consejo para su hijo, al que le tocaba hacer la mili.


No quise juzgar mal a mi padre por aquello, no sé cómo reaccionaría la mayoría de la gente si se entera de que alguien le ha crujido la cara a su hijo pequeño por el mero hecho de sonarse los mocos. También aquellos eran otros tiempos, donde a más de uno se le iba la mano en los colegios. El caso es que nunca lo hablamos, como otras tantas cosas que nunca comentamos. Tampoco le pregunté por lo que hizo en la guerra, por lo que pudo ver, por lo que pudo vivir. Yo, que era aficionado a las películas de guerra, a los saltos de los paracaidistas americanos en la Segunda Guerra Mundial durante el Día D, tenía a mi lado a alguien que lo había vivido de cerca, aunque con menos glamour, en un desierto y pegándose tiros con lugareños que practicaban la guerra de guerrillas. Sé por mi madre que fueron él y su unidad los que encontraron pudriéndose bajo el sol del desierto a toda una bandera de la Legión que fue pasada a cuchillo. No era muy dado a comentar nada de aquello, ni siquiera como "una vieja batallita" entre los compañeros que iban a cenar a casa cada viernes. La propaganda franquista se encargó de ocultarlo, así que él hizo algo parecido: extirparlo de las peores pesadillas.


Años después, cuando apenas había llegado a los setenta, y yo ya me buscaba la vida en el proceloso mundo audiovisual, le llevé en el coche al hospital a que le dieran el resultado de las pruebas con las que trataban de descubrir el origen de esa tos que le hacía dormir erguido en el sofá mirando al infinito. No hacía falta ser un genio para saber cuál iba a ser el diagnóstico. Como siempre, apenas hablamos en el coche, aunque yo le insistía en que debía dejar de fumar por su propio bien. Por supuesto, no me hizo caso, ni siquiera cuando diez años antes un infarto le dio un primer aviso. Siguió siendo terco como una mula, como todos los de aquella época, aunque el tipo de la guadaña, aquél al que pudo ver de cerca en Sidi Ifni, le mandase saludos cordiales. Dolorido de las rodillas, la secuela que dejan quinientos saltos de los de antes, le acompañé hasta la entrada de las consultas para recoger los resultados. No quiso que le esperase, me dijo que no me preocupase, que me fuera a trabajar, luego él se las apañaría para volver a casa. Con el paso del tiempo, le imagino aquella mañana de invierno regresando en el autobús, con un sobre grande bajo el brazo, conocedor de su destino, sin dejar de canturrear esa melodía que jamás pude reconocer.


© Gonzalo Visedo


Mi padre en la guerra de Ifni-Sahara

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